Recuerdo aquel timbrazo de las 11 de la mañana, indicador fehaciente de que la hora que marcaba mi Casio (25 meters water resistant) era la correcta, de que el profesor debía callar hasta nueva orden, y de que llegaba el momento más esperado de todo el día: el recreo. 30 minutos de liberación, pero sobretodo y todas –ni las niñas nos interesaban todavía-, era media hora de FÚTBOL.
Enseguida llegábamos al campo, bajábamos las escaleras de dos en dos, de tres en tres, mientras devorábamos nuestro bocadillo, el cuál alcanzaba nuestro estómago antes que nosotros tocásemos el palo de la portería. Porque si, ese trozo de hierro delimitaba quién debería “ponérsela” durante los restantes 29 minutos de marionete, el juego del todos contra todos.
Rápidamente formábamos una piña que explosionaba cada vez que el portero lanzaba el balón hacia atrás –siempre con la mano-, algo que se repetía cada vez que alguien marcaba gol. Los más potentes y los rápidos se ubicaban lo más lejos que podían, para ganar terreno hasta la portería, y así sus posibilidades de éxito crecían. Los lentos, por el contrario, preferían resguardarse cerca del portero. Entre éstos, se refugiaban los denominados palomeros, sí, eran odiados por todos, se aprovechaban de los kilómetros recorridos por los demás para ser ellos quién materializasen los goles. Eran eso, goleadores, delanteros en su más pura esencia. No se perdían en regates estériles ni autopases imposibles, tampoco se afanaban en robar un balón. No porque fuesen malos, ni por estar incapacitados para correr, simplemente creían en un principio: cuánto más cerca de la portería más fácil será hacer gol. Unos pragmáticos del fútbol. Sólo pensaban en perforar la portería, en ganar ese juego y subir a clase con una sonrisa en su rostro.
Yo, particularmente, odiaba la melodía que nos indicaba la vuelta al ‘tajo’, porque suponía el final del mejor momento del día, pero sobretodo porque coronaba mañana tras mañana a los delanteros (palomeros) como campeones del marionete. Mientras unos volvíamos sudorosos, con barro hasta las cejas y con un nuevo roto en el pantalón. El ganador solía regresar a clase igual que se fue: sin un simple rasguño, limpio, con la raya del pelo en su sitio, como si la batalla que se había librado en el campo de tierra le fuese ajena. ¡¡Qué cara más dura!! Qué suerte de ser GOLEADOR…
Siempre he tenido un sentimiento extraño hacía estos tipos. Conforme fui creciendo, compartí vestuario con alguno de los otrora odiados “killers” de los recreos. Ya no eran rivales, sino compañeros. Y el odio tornó en admiración. También existía cierta envidia de no haber nacido con ese don, ¡para qué negarlo! Unos éramos unos “curreles”, y otro/s alcanzaban la gloría. Luego comprendía que esto es ley de vida, más si cabe en el deporte ¿acaso hay hueco en los titulares para los gregarios de Perico, Induráin, Armstrong o Contador?
Pero ante todo, como decía, los admiré. Hoy en día, como entrenador, los venero. Son un ‘rara avis’, una especie en extinción. Futbolistas que escasean. Nacieron “killers”, y siempre que pisen una cancha se moverán cerca de la portería, acechando el gol, es su “leit motiv” para sudar.
Y recordaba esta historia del marionete para contextualizar el caso un jugador de 13 años al que entrenaba y que jugaba arriba con poca fortuna, el cual me insinuó a principio de temporada: “es que no sé que tengo que hacer para marcar gol. Corro, llego al área, me pego con el defensa, salto de cabeza, acabo reventado…, pero no consigo rematar a gol, y cuando lo hago, fallo…, siempre fallo”. Rápidamente pensé para mi “… a uno bueno se lo has ido a preguntar”. Pero tenía la fortuna –jodida suerte- de ser su entrenador, y me exigía una respuesta. Gracias a Dios, mi fondo de armario para soltar banalidades es amplísimo: “cuando la pilles, tu tira a la red, no mires al portero, no existe, sólo hay red”, palabras que disfracé con una voz grave y mirada fija a mi joven jugador. “Vale vale. Seguro que funciona”, contestó ilusionado. Realmente no le podía contar la verdad, sería muy duro para él, a sus 13 años, saber que jamás se va a llevar bien con el gol. Yo le colocaba arriba porque sabía que era muy correoso, peleón como pocos y…, porque echaba en falta en mi equipo al añorado “killer”. Pero, en el fondo, también era consciente de las limitaciones de este delantero, y sabía que éste era de los que se alejaba de la portería en los marionetes, probablemente volvía ciego a casa del polvo que se chupaba en los recreos y, seguramente, sus pantalones tenían más agujeros que un queso gruyére. Nunca fue palomero.